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Gloria

El muro de Isaac I

El muro de Isaac I

Se oyen unas pisadas aceleradas, se muestra en imagen hojarasca otoñal sobre adoquines grises, con restos de lluvia. Unos pies en deportivas algo viejas van avanzando. Parece no haber mundo alrededor, pero los sonidos internos se hacen más intensos: el roce de la ropa, al compás del movimiento corporal, los latidos, que se atropellan, una respiración que se entrecorta.

Isaac es moreno, alto, de piel clara y mirada translúcida. Se siente empapado, más por el sudor que por la llovizna de una oscura tarde de domingo, que se choca contra su chubasquero y crea pequeños regueros que le resbalan desde la frente a la barbilla, sobre unas mejillas ya algo enrojecidas. Se muerde el labio. Últimamente le gusta sentirse así, le gusta magnificar lo que experimenta en cada momento, le gusta meterse en el papel de héroe romántico determinado por su sino. Ya se está viendo desde fuera, como en una película, y sabe que con la banda sonora apropiada, su aspecto y el contexto se confabularán para crear una imagen que conmueva al más duro de los espectadores.

No ha sido capaz. Otra vez. No ha entrado en el bar del final de la calle, ese donde se reúnen algunos de los compañeros del instituto los viernes por la noche.

Ayer tampoco fue capaz. No le dio las gracias al conductor del autobús cuando, como otras veces, paró a medio camino para recogerle al verle correr.

El domingo, en la comida familiar, tampoco fue capaz. Quiso sonreír a su abuelo cuando este le dijo, afable, que ya era hora de que se comprara una maquinilla de afeitar; en lugar de eso, farfulló algo mientras agachaba la cabeza.  Quiso jugar con su prima pequeña, que, inconcebiblemente, y tras el poco éxito obtenido en pasadas ocasiones, tironeaba de su chaqueta para que jugara con él; en lugar de eso, le dio un leve empujón y se marchó a la terraza. Quiso mirar a la cara a su tío mientras le repetía, de nuevo, que tenía que dejar de ser tan hosco y salir a emborracharse con los demás chicos; en lugar de eso, volvió a morderse al labio con fuerza, única muestra física de frustración y cabreo que se permitía ante los otros; ridículo, ¿no? Sobre todo cuando los otros parecían no advertirlo, sobre todo cuando  a él, para lo único que le servía era para sufrir un momentáneo dolor físico que, al contrario de lo que esperaba, no actuaba de catártico anestesiante.

Muchos años de “no ser capaz” se acumulan, y a Isaac le pesan. Muchos años de fantasear y no hacer, mucho trabajo para construir una sólida vida en su mente, porque en la real no tiene las agallas (ese término le parece de gran impacto poético)  suficientes para hacerlo. Quieras que no, es un arduo trabajo. Fingir que no sientes, que no hay momentos que te hacen feliz, que no te interesa lo que te rodea, que tampoco odias. En definitiva, que eres un ser insensible hecho a sí mismo, que comenzó a preocupar a unos padres que, tras unos cuantos intentos de rigor, lo suficientes como para quitarse la posible culpa, dejaron pasar el tema. Esto no hizo sino dar más facilidades a Isaac para que siguiera empleando cemento armado para separarse de los demás y… de él mismo. Primero fueron los muros de su habitación, ahora ya no necesitaba recurrir al amparo de un espacio físico acotado, acotaba el impacto de lo externo en él, allá donde estuviera, y cada vez más automáticamente.

Eso había ocurrido desde que él recordaba hasta ahora, cuando el rol de tío duro e impasible, que parece estar aquí de paso, había comenzado a difuminarse. Es ahí donde apareció el que, según él, era el Don Álvaro del duque de Rivas, con la diferencia de que, si bien él, como este, podía verse determinado por un destino no elegido, Isaac no parecía tener mucha intención, aunque inútil, de cambiar las cosas, de luchar a pesar de los pesares. Estar quieto había sido una elección por demasiado tiempo y, aunque ciertas pulsiones intentaban modificar el rumbo, no eran lo suficientemente fuertes.

¡Qué frío! Aunque insensible, eso sí lo siente. No se ha abrigado apenas y ya son las tres de la mañana. Probablemente lleva más de una hora caminando sin rumbo, y le parece que es hora de volver a casa, aunque no por sus padres. Hace tiempo que no se preocupan por sus idas y venidas, ni controlan su hora de llegada, ni preguntan con quién sale, probablemente porque no quieren oír que se dedica a vagar por el barrio sin compañía.

En realidad, le da lo mismo estar en la calle que tumbado en el suelo de la habitación, entre la cama y el escritorio, donde más horas ha pasado en los últimos tiempos.

(continuará)

2 comentarios

Benjamín -

Y yo también debo descrirme, amiga Gloria. Cuántas veces he vagado, al igual que Isaac, pensando y pensando y volviendo a pensar, y volviendo a pensar por un parque, por una calle, solo, sin sentir ni frio ni calor.

Pero a veces llega un momento (que empieza una canción) en la que vuelves a sentir y descubres un nuevo horizonte, descubres el camino y vuelves a sentir, vuelves a jugar con tu prima pequeña, vuelves a ver tantas y tantas cosas.

Un abrazo muy fuerte.

P.D.: MMMmm tendré que leer en algñun rato ese "Mal de Escuela".

David -

Amiga, desde "Mal de Escuela" de Pennac, que bien sabes tú lo que me impresionó, no había leído algo parecido... no salgo aún de mi asombro.

Tiene apenas un folio de extensión, pero por su intensidad bien podría servir de retrato generacional, entre otras muchas cosas.

Tengo que reconocer que no sé ni de dónde sale, ni a qué se debe, pero también que me descubro ante lo que has escrito.

Un abrazo.