Blogia
Gloria

Habilidades sociales

Bien tocada

Bien tocada

Hoy no he salido a gusto de la sesión de Habilidades Sociales. He estado dando muchas vueltas acerca de cómo describir mi estado,  pero finalmente me ha salido esto; no quiero profundizar más  porque supondría entrar al trapo en un tema complicado: lo que yo percibo como satisfactorio – insatisfactorio, lo que me motiva y me hace sentir bien o mal, lo que sé gestionar y lo que no sé gestionar, o mejo dicho, lo que me resulta incómodo gestionar...

Es por eso que me refiero a emociones, completamente irracionales, para no tener que dar una explicación lógica y plausible de ellas, para frenar, antes de que lleguen (si es que lo hacen) cualquier tipo de cuestionamientos externos.

En primer lugar... he llegado tarde, así que... ese factor, unido a mi malestar físico general, ha hecho que me mantuviera, por completo,  como observadora de lo que allí ocurría. Si observo... ¿estoy participando  o no estoy participando? Quizá es un tema algo manido, pero... aún observando, sin emitir palabra... ¿no estoy participando? ¿no estoy influyendo en el resto? ¿no pueden estar los silencios cargados de significado? ¿o la mirada? ¿o la posición corporal? ¿o los gestos escondidos...? Mi presencia allí, aparentemente al margen, ¿ha cambiado algo? ¿ha movido algún resorte? ¿ha dado confianza a algunos y restado confianza a otros...?  Los que estábamos allí, sentados en posición de óvalo, y no hablábamos... ¿qué rol estábamos jugando? ¿de qué manera movíamos, si es que lo hacíamos, al grupo...?

Aún en silencio, o mejor dicho, debido a que me he mantenido en silencio, a que me he centrado por completo en lo que los demás emitían, y por supuesto no sólo verbalmente, a que no estaba construyendo mentalmente el discurso de lo que podría haber dicho en un momento o en el otro,  creo que me he topado con ciertos descubrimientos.

-          Me puede mucho la afiliación.

 

Ha habido momentos en los que me he sentido realmente violenta. Quizá es que hoy tenía la perspectiva trocada, quizá es que me he tomado las cosas “más a pecho” de lo que realmente han sido... y por una parte... ojalá haya sido así. Quizá mañana lo vea  manera diferente, pero como esto lo escribo ahora, aún tocada, plasmo la sensación primigenia, la repentina y arrolladora.

 

He visto problemas graves de comunicación: personas que no escuchaban, o que no entendían, o que no querían entender y sólo entendían lo que ellos proponían; personas que reaccionaban más a los otros (a la persona) que a lo que estos otros proponían (los argumentos).

 

He visto choques tremendos de motivaciones, y aquello parecía pasearse por un zoo en el que el pingüino poco tiene que ver con el camello y el camello poco tiene que ver con la serpiente. Creo que algunos querían que los alumnos y alumnas de Educación Física se lo pasaran bien, haciendo unas actividades vistosas y divertidas; creo que otros buscaban que esos alumnos se llevaran algo más que un rato agradable; creo que otros iban más allá y querían llevarse algo ellos mismos...  ¿Qué pasa entonces en un contexto así? ¿Qué la motivación que más adeptos reúna puede al resto y se lleva el gato al agua? ¿Qué la presión ejercida por el que sea el grupo mayoritario deja en segundo plano las otras pretensiones?

 

Y allí estaba yo: pasándolo mal porque me podía el sentimiento de “sentirme a gusto”, de que el grupo estuviera cohesionado, y me daba rabia creer ver una rencilla que iba más allá de lo aparente...  Y no es que no me guste el conflicto, cuando este supone choques que a la larga pueden enriquecer. En realidad... es que no puedo concretar si lo que yo he percibido era conflicto o no... pero las medias sonrisas entre los cómplices (esa es otra: ¿quién es cómplice de quién? ¿quién tiene el derecho de ser cómplice? ¿se es cómplice porque se está escuchando al otro y se está de acuerdo en lo que dice o por qué es mejor no complicarse la vida y asentir sin entender a aquel que, en contextos extra-académicos nos resulta agradable?), los movimientos de cabeza que decían “esta no tiene ni idea de lo que dice”, las defensas a los argumentos de otro que no tenían ni pies ni cabeza... no me han gustado. Quizá porque implicaban a personas a las que aprecio, quizá porque en el contexto en el que nos encontrábamos, diferente al  que con ellas comparto, las veía a través de otra lente. Y yo no sabía qué hacer... porque todo eso me condicionaba, porque, la que ahora he descubierto que estaba priorizando, búsqueda involuntaria de la afiliación, ganaba posiciones a las demás motivaciones...(¿lo que sentía por lo que pensaba?, ¿el respeto por el derecho?) y yo me sentía algo asfixiada.

 

-          No sé, con certeza, qué es lo que espero del  programa de Habilidades Sociales.

Y no me refiero a lo que espero que finalmente programemos como grupo, no hablo de temática y de actividades, no hablo de lo que ocurrirá en la implementación  de la sesión... Hablo de que aún identifico de forma clara lo que yo quiero que sea este proceso, para mí...

En fin... no sé... estoy un poco confundida. Al fin y al cabo, quizá esto sólo sea una actividad más, la fase final a cubrir de una asignatura... ¿no?

¿Vale la pena darle tantas vueltas...?

Empapada y exhausta pero... satisfecha

Empapada y exhausta pero... satisfecha

Está muy fría, pero no lo hago notar verbalmente. Minutos antes de meter el primer pie en el agua recordaba un fragmento de “La casa de los espíritus”, una de mis novelas favoritas. Quizá es la cultura hispanoamericana... su autora, como gusta de hacer García Márquez, usa un realismo mágico envolvente para narrar y conectar historias engarzadas entre los lazos de extensas y curiosas familias. A una de esas familias pertenecía Clara Valle, una mente clarividente que se movía más a gusto entre los espíritus que entre los de carne y hueso. Clara creía, o Clara había leído, ya no recuerdo bien, que las sensaciones desagradables, en concreto el dolor, podían controlarse si nuestra mente era lo suficientemente fuerte...

¿No es una especie de dolor lo que sentimos cuando nuestro cuerpo entra en contacto con una sustancia que se encuentra a una temperatura “que hace diferencia”? Meto un pie, meto otro, pero... intento controlarme: no sólo freno la reacción externa, sino que también intento calibrar al instante mi sensación interna para transformarla, cuanto antes, en una buscada indiferencia; quiero experimentar.

A mi lado, más gente.

Delante mía, a mi derecha realmente, está Alex, una de las chicas que forma el grupo al que, junto mi querida exploradora, parece que pertenezco desde hace un rato. Qué curioso, en los primeros minutos, creí que la acababa de conocer... Mediaron ciertas fórmulas de cortesía, primeros acercamientos y un diálogo más privado, menos concurrido, para que ella me reconociera y yo a ella: una chica de la que me habían hablado, a la que me presentaron un fugaz instante  hace unos años y que ahora aparecía de nuevo. Me había parecido agradable, pero ahora... más, quizá condicionada por lo que sabía, aunque precisamente lo que sabía a otros les habría podido producir cierta sensación de recelo.

Detrás mía, a mi izquierda, se mezclan dos voces: la de Paloma, mi compañera y la de Marta, compañera de Alex. Reconozco que no recuerdo cuál de ellas precedía a la otra, supongo que iba más atenta a lo que ocurría en esta nueva experiencia, una experiencia que me producía cierto respeto, por lo novedoso y por la presencia de un riesgo que, aunque controlado, servía para activarme.

Sobre Paloma no puedo decir más que... es alguien que “hila fino” y que, ese día, desempeñaría uno de los papeles principales en lo que más tarde, y combinando las ocurrencias propias del alivio y la liberación que suelen seguir a la angustia, sería definido como lo que da título a este escrito.

A Marta también la conocía, casualidades de la vida. Me la habían presentado el día anterior, en un contexto completamente diferente. Ella estaba sentada en un silla y yo estaba de pie junto a una puerta, y así nos quedamos mientras nos intercambiamos dos frases de cortesía, lo que quizá hizo fácil que en este nuevo entorno, la primera impresión traída del día anterior se volviera más cálida.

Así que allí estoy yo, andando de lado, sobre unas piedras que, colocada una junto a otra, forman una especie de puente que me recuerda al que producía temor al primer Javi de “Secretos del Corazón”. Muy digna, la mayor parte del tiempo miro a unos pies que ya han perdido sensibilidad (¡Clara tenía razón!), mientras se van desplazando a lo largo de una superficie algo resbaladiza (“Cuidado con el musgo verde”). Cada vez me siento mejor, más segura, más tranquila. A mitad del recorrido se me pasa por la cabeza qué ocurriría si me cayera de culo al agua; le pregunto a Alex si ha pasado alguna vez y me dice que en una salida anterior se cayó a un chico. En principio... mi mayor temor sería el frío del agua, pero... mis “nuevos poderes de autocontrol” hacen que esta preocupación pase a segundo plano.

Cuando me doy cuenta ya estamos llegando a la otra orilla. Allí nos espera David, el profesor, que se ha calado unas botas de agua, se ha remangado los pantalones y, de pie sobre el lecho del río,  nos ayuda a ir saliendo. La cautivadora exploradora hace una broma (¿está quizá liberando tensión tras un momento de angustia...?): “¡así cualquiera..! ¡ja!.”

Ya fuera nos volvemos a calar el calzado seco y, tras unos minutos durante los que los miembros de diferentes grupos intercambian impresiones, emprendemos el camino, bastante juntos, a modo de piña, aunque poco a poco se crean parejas o tríos de conversación. No puedo evitar ponerme a hablar con Paloma, algo sobre la DBM y lo sectarias que suelen parecer aquellas cosas que no son conocidas por una mayoría. Sin embargo, poco después se nos une Marta, que resulta haber estudiado Fisioterapia y comienza a hablarnos de la manera en que se suelen organizar los congresos de esta área y, por ello, la insatisfacción que sintió al asistir a algunas de las ponencias de las Jornadas de Innovación de Guadalajara... Entre frase y frase vamos dejando camino atrás, mientras subimos. Empiezo a resoplar de verdad (¿cómo puedo cansarme tan rápido?) y es entonces cuando se me acerca Dani, uno de los chicos del grupo, para preguntarme cosas acerca de lo que estudio. Agradezco su gran interés, pero me pregunto si podré seguir la conversación sin quedarme sin aliento... Llegamos al primer “punto” marcado en el mapa, y en él nos hacemos la primera foto de un trayecto que parece presentarse como un agradable paseo...

Ya hemos dejado atrás al grupo de Lola y Patricia, no sé por dónde andarán. Hablo con los otros dos chicos: resulta que conocen a un amigo mío... hoy es el día de las coincidencias.  Nosotros seguimos subiendo y Paloma recuerda al grupo que tendríamos que usar el material que el profesor nos ha proporcionado para simular que la travesía la realizábamos con una persona con deficiencia visual... Los chicos se muestran receptivos y, así, comenzamos a rotar en ese rol que permite, según lo que yo aprecio cuando me toca, no sólo ponerse en el lugar de aquel que carece de la vista (para acercarse a lo que siente, espero que no para sentir lástima, aunque esto siempre resulte inevitable), sino también para ser más consciente del resto de estímulos que nos rodean (los sonidos, sobre todo, llamaron mucho mi atención) y para percibir cómo gestionamos el hecho de depender de otros... En mi caso,  fueron dos las personas que, cariñosa pero firmemente me agarraron y me ayudaron a subir. La conversación... tan interesante que hubo momentos en los que me sumergí tanto en ella que olvidé el contexto en la que me encontraba.

Cuando me quito la “venda” de los ojos me doy cuenta de que el último tramo que hemos subido es bastante escarpado, pero he tenido buena ayuda. Miro hacia arriba y la cosa se complica un poco, el terreno resbala y tras un pequeño incidente, todos subimos a la cima... ¡Hemos llegado a lo más alto! Tengo hambre, y mientras sacamos los bocadillos más grupos van llegando. Los chavales de Educación Física se saludan, yo saludo a Mónica y a Bea, que llegan cansadas. Paloma fuma a escondidas, creo que hasta su cigarro es apagado por una incipiente lluvia que hace que todos emprendamos la marcha: unos hacia un lado, otros hacia otro...

Y es aquí cuando llega lo bueno...

Tenemos el mapa, sí, con sus puntos marcados, pero en este momento no hay un camino evidente. Tenemos que elegir la ruta, hay dos opciones: podemos dar cierto rodeo al montículo en el que nos encontramos o podemos... ir campo a través, más bien... barranco a través.

El grupo delibera: los chicos, sobre todo uno, el más “arriesgado”, votan por la segunda opción. Las chicas son algo más reticentes, sobre todo una. Paloma y yo en principio nos mantenemos expectantes... hasta que aceptamos la decisión del grupo, tranquilizadas por el comentario de David, que pasa por allí, y la complacencia del grupo ante ella: “si la cosa se complica mucho... siempre podéis dar la vuelta y subir...”. La cosa no es tan mala.

¿Qué me pasa a mí en ese momento? La verdad es que de primeras... la cosa no parece tan mala, pero además yo no quiero condicionar de ninguna manera al grupo. Si la mayoría se muestra de acuerdo no voy a ser yo quien rompa el ritmo... Ahora me pregunto cómo de complicada o apabullante tendría que mostrarse una situación para que yo alcanzara el límite y dijera... “no, yo no voy por allí”; también me pregunto cuál habría sido la reacción de los compañeros... ¿habrían aceptado la decisión de una de sus invitadas? (que probablemente habría sido apoyada por la otra) ¿habrían intentando convencerme? ¿habrían llegado a dividir el grupo, yéndose los aventureros por el barranco mientras el resto apoyaba mi moción...? Sólo me queda hipotetizar, porque la realidad fue bien distinta...

Empezamos a bajar...

Dos de los chicos, pero sobre todo uno, van bastante rápido, por delante, realmente no preocupándose mucho de los que les seguimos. Paloma y yo vamos algo por detrás con las chicas y Dani. Al principio la cosa no está fea, pero pronto... empieza a llover y, con la lluvia, la tierra se vuelve cada vez más resbaladiza, el terreno se complica, cada vez más vertical, no tenemos puntos de apoyo... sólo ciertas matas que en ocasiones te arañan la piel...

Nos paramos en seco: los tres miembros del grupo que nos acompañan dudan, se preguntan si deberíamos seguir... que ellos duden y la preocupación que veo en sus caras... me preocupa a mí, porque... si les veo seguros tengo un motivo por el que sentirme tranquila, pero si no...

Llaman a voces a los dos adelantados. “El arriesgado” dice que no sabe si podemos continuar, que lo ve chungo. Yo me siento en el suelo como puedo, agarrándome a un saliente. Miro a Paloma: su cara un poema, como la mía. Pero también miro hacia arriba y no me veo capaz de subir,  lo veo aún más difícil que seguir bajando... La lluvia aprieta. Dani está cerca de mi y, cuando se decide continuar, aunque no sin mucho convencimiento, le pido que no se aleje mucho. Me ayuda en algunos trozos, yo intento aconsejar a Paloma diciéndole por dónde bajar pero... de repente se hace daño en una rodilla. Veo la mueca de dolor que viste, pero veo también el esfuerzo por recomponerse: creo que no quiere ser ni mucho menos un lastre, pero creo también que sabe que si se concentra en el dolor y en la situación en la que nos encontramos... se sienta y no sigue.

Seguimos bajando y llego una zona muy escarpada. Javi, que ya la ha bajado, se retuerce de dolor porque se ha golpeado una pierna... madre mía... madre mía... Intento enfriar la mente y me pongo muy técnica yo, analizando bien la superficie en la que me encuentro, la superficie en la que tengo que aterrizar y memorizando los salientes que tiene la pared que tengo que salvar: no quiero hacerme daño... Mente fría, calculadora, sueno segura mientras le explico al dolorido Javi cómo pienso bajar. Apoyo el culo en el barro, me agarro a todas partes sin importarme ya que mis manos sean una superficie más marrón que la tierra misma y... ¡chas! Salto. Ya estoy abajo, junto al chico, y siento una especie de orgullo anterior que me llama a sonreír, a reírme... una pequeña victoria. Miro hacia arriba, porque faltan las chicas y Paloma, quien, a tono con ese incipiente buen humor que caldea la anterior sensación de temor que me recorría entera, le pide a Javi que la coja como en las típicas escenas de boda en las que el recién casado pasa a su amada a la casa. Nos empezamos a reír desenfrenadamente (nosotras dos, porque a Javi creo que no le hace tanta gracia; el pobre bastante tiene con lo de su pierna...).

Sigue lloviendo. Cada vez más barro, que hace que nuestros pies parezcan dos bloque arcillosos de difícil movilidad... Cada vez bajamos más y yo no veo el fin. Mientras que todos vamos más o menos juntos, “el arriesgado” ha desaparecido y las chicas del grupo empiezan a mosquearse (“este tío va a su bola”). Cuando reaparece, es Paloma la que le dice que haga el favor de aprovechar que va por delante para buscar la ruta (si es que existe) más adecuada. Esto despierta a Marta, quien le espeta que no son formas de ir en grupo, que está pasando de todo, que nos ayude. No sé si con efecto o no de las quejas, desaparece para buscar por dónde seguir. Yo lo veo cada vez más crudo, no paramos de bajar y se supone que tenemos que llegar a una torre eléctrica que cada vez está más alta con respecto a nosotros... Sin embargo empiezo a bromear... (“¿divisáis alguna zona llana para que aterrice el helicóptero?”) y es que... no está tan lejos de la realidad el que me imagine siendo rescatada porque no encontramos salida... Esto me asusta un poco. Le pregunto a Paloma cómo lleva su pierna, parece que mejor, supongo que porque no deja de moverla y el calor no le permite sentir dolor.

“El arriesgado” nos habla desde lo alto de un montículo (yo allí no podría subir) y nos dice que podemos continuar, que aunque está complicado no es peor de lo que ya hemos hecho (casi tenemos que dar gracias) así que... allá vamos. Con las orejas gachas se acerca más al grupo y, ante ciertos comentarios de Marta, nos ayuda a atravesar una zona complicada con el resultado de que acabamos cayéndonos unos encima de otros, perdidos de barro pero... también con la tensión disipada.

A mí ya me da todo igual. Ante los obstáculos complicados me olvido de hacer equilibrios innecesarios e inútiles sobre un terreno tan resbaladizo como el que pisamos, apoyo el culo, hundo mis manos en los pocos salientes que hay, recubiertos de barro y... me lanzo. Me doy cuenta de que ya no me importa lo más mínimo estar sucia, de hecho lo estoy enormemente; el barro me cubre incluso zonas de la cara. La verdad es que... empiezo hasta a disfrutarlo. Al no necesitar estar pendiente de un estímulo que poco me ayuda en una situación como ésta, el trayecto se vuelve más fácil.

Existe cierta complicidad entre nosotros, reforzada por lo cómico que resulta vernos en tal situación y con esas trazas. Los chicos reconocen que nunca habían hecho algo así en las pasadas salidas. Ya hasta me río con “el arriesgado”, que de vez en cuando se gira y, al verme, no puede evitar sonreír.

Poco a poco... el terreno deja de ser tan escarpado y... llegamos a un estrecho senderito. A pesar de que los últimos minutos se me habían hecho mucho más llevaderos, un sentimiento de gratitud, quietud y repentina calma me invaden... De alguna manera... estamos a salvo.

El resto del camino... una gozada. Una vez pasado “lo malo” los chicos vuelven a adelantarse, sintiendo quizá que ya “han cumplido”. Paloma y yo disfrutamos de las nuevas estrategias que hemos desarrollado en lo que a caminar por el monte se refiere: ya tenemos nuestros trucos y vamos anticipándonos a lo que viene, mientras nos reímos y charlamos animadamente. Marta y Alex nos adelantan, en otra mini-conversación. A los chicos ya no les veo.

Me siento bien, porque hemos superado una situación que creí realmente compleja, porque aunque estoy embarrada estoy cómoda, porque a mi lado tengo a alguien con quien me siento “a gusto” con mayúsculas, porque aunque no sé bien si he priorizado el atender a mí, a los otros o al contexto no me agobio, porque aunque no puedo delimitar qué tipo de motivaciones me movían a cada momento y quizá no pueda hacer un estudio pormenorizado del día... estoy feliz.

Sé que luego tendré tiempo para volver a lo vivido, sé también que podré hacer tantas conexiones como surjan, no sólo para la asignatura a través de la cual nos hemos visto inmersas en esta pequeña aventura, sino también... para la vida misma... la vida.

Paloma y yo estamos de confesiones, mientras el final del camino se acerca... qué gusto.

Llegamos al río, hay que cruzarlo otra vez. Allí vemos que Javi y “el arriesgado” nos dicen adiós desde la otra orilla; se van corriendo porque tienen que trabajar. Quedamos Marta, Álex, Dani, Paloma y yo... cruzamos con las botas puestas, que es lo mejor que puede hacerse cuando dos bolas de barro las recubren... y no siento frío, sólo calma, descanso. Paloma me dirá luego que iba de lo más “pancha” hablando mientras cruzábamos; quizá porque para mí este ritual ya no era algo que requiriera mi atención, quizá más bien porque lo vivido en las horas anteriores, una pequeña-gran victoria personal, hacía que esto pareciera, de alguna manera, insignificante.

Ya estamos en la otra orilla. Los miembros del grupo que quedan se despiden de Paloma y de mí porque tienen que marcharse rápido. Nosotras no tenemos prisa: somos unas supervivientes que, tranquilamente, empapadas, exhaustas, pero también satisfechas... vuelven al punto de partida.

¿A qué huelen los juicios?

¿A qué huelen los juicios?

No, señores, esto no es un anuncio (por mucho que pueda recordarnos a uno que para mí era una graciosa acumulación de eufemismos), sino la pregunta que me ha surgido cuando, movida por una avidez nacida de la paradoja “querer mucho y apretar poco”, ojeaba y hojeaba esa tarde un texto recién adquirido. De repente, algo me llama la atención, “Mezcla de colores y palabras”, y ceso el trepidante ritmo que mis dedos, al son de mis ansias, se encargaban de interpretar. Empiezo a leer y descubro lo que es la “sinestesia”:  un “estado” que produce que las personas que lo “experimentan” mezclen sensaciones diferentes. Dos ejemplos: una persona puede oler a fresas al tocar ropa de algodón, otra puede notar un sabor amargo al oír un timbre.

Yo, que desde una animada conversación en clase con una compañera no habitual (quizá por ello también más grata), le estaba dando vueltas al tema de los juicios... me he parado en seco. Si yo disfrutara (¿por qué decir “padeciera”?) de sinestesia... ¿a qué olor asociaría la palabra “juicio”? ¿qué sensaciones inundarían mi paladar...?

Reconociendo que basándome en un juicio,  asocio el término “juicio” con algo que produce respeto, cierta desconfianza, que me hace estar alerta... La letra por la que empieza es cortante y, junto con las que la siguen, conforma una palabra no muy larga pero que llena la boca del que la pronuncia. Definitivamente...  creo que un juicio, para mí,  tendría un sabor fuerte, intenso, con cierto regusto amargo. El olor... podría ser el de fuerte salitre.

¿Por qué esta palabra supone para mí un estímulo cualitativamente diferente al que me pueden  producir  “abstracto”, “exhuberante” o “casuística” (que me encantan)? ¿Quizá porque la asocio con un vocablo de su misma familia, “prejuicio”, que por otra parte, y si analizamos detenidamente, no esconde siempre tras de sí un significado negativo...? ¿Quizá porque me imagino a un inflexible juez dictando sentencia? ¿Quizá porque le atribuyo un cariz de invulnerabilidad e inmovilidad que me asusta?

¿Llegará un día en el que esta palabra traiga hasta mis fosas nasales un reconfortante olor a hierba mojada...? Y es que,  en el fondo, aunque creo que a veces nos es complicado discernir el origen de los juicios (hoy comentábamos que el uso de algunos de ellos estaba tan automatizado y venía de tan atrás en nuestra historia de vida que nos resultaba imposible identificar cuando comenzaron a formar parte de nosotros), y a pesar de cómo “suenen”, también creo que la sucesión de experiencias puede llegar a modificarlos...

“El día de la foto”, Milton Erickson y el método científico

“El día de la foto”, Milton Erickson y el método científico

Mucetas (¿o eran mufetas...?), togas, becas y birretes (españoles o americanos, según el gusto) se extienden por doquier. Un par se está colocando una corbata ya anudada en torno a la camisa (blanca para la ocasión), otra se coloca una toga de finísima tela que a mí me recuerda más a los estudiantes de Hogwarts que a los universitarios de hoy en día, otra se sienta en la silla, frente a la cámara... Algunos rezagados intentan hacerse comprender por la organizadora: taitantos, monísima y de peluquería pero con poco tacto en esto del trato al público.

Algún grupito comenta de lejos la jugada, mientras que nuestro equipo audiovisual, cámara en mano, inmortaliza tan curioso momento, recibiendo las sonrisas de unos y las muecas de otros, más preocupados por adecentarse ante el objetivo de otra cámara, la que captará un rostro que perdurará “por los siglos de los siglos”.

En los primeros minutos de una larga tarde de estudio contamos con la visita de un foráneo que no lo es tanto y que, tras su correspondiente foto, se queda por la sala con expresión divertida. Y es que “el día de la foto”... puede dar para mucho.

 

Tic, tic, tic... una hora y pico antes.

Entro a clase y hay algo diferente. Al menos nuestras caras... todas relucientes, bien “maqueadas”, factor común. Alejandro se da cuenta, y entre nosotras hay referencias al tema (“¡qué guapa estás!”, “¿qué te has hecho en el pelo?”). Para unas más importante, para otras menos, lo que sí está claro es que el día de hoy, o lo que va a ocurrir en el día de hoy, ha influido de alguna manera en nuestra rutina, aunque hayan sido los cinco minutos de más que, ante el espejo, hemos dedicado. En cuanto a los chicos, dos, su apariencia destila, y sus palabras luego confiesan,  la escasa repercusión de lo que en un par de horas acontecería. Aún así... bajo el jersey y el chaleco llevan una camisa... blanca... yo no digo nada. ¿Hasta qué punto aunque no queramos, aunque no deseemos, aunque no nos importen, los diferentes eventos sociales que se van desarrollando, influyen en nuestras decisiones...?

 

El día de hoy es algo diferente y Alejandro lo va a aprovechar, lo va a utilizar, siguiendo la estela de lo que un día desarrolló Milton Erickson. ¿Qué es “utilizar” en el campo en que nos estamos moviendo? Es trabajar con lo que hay, con lo que está presente. Rescatar algo que en un principio podría ser una distracción, un impedimento a los planes que teníamos, para dar un giro inesperado: el abrupto escalón convertido en deslizante rampa.

Como bien se dice, dentro de un contexto puede haber muchos contextos, y si no somos conscientes de esto a la hora de trabajar con personas... malo. El día de hoy es... “diferente”; de hecho... ¡Es el “día de la foto”! Algo nos ha movido a tenerlo en cuenta y recalcular nuestra ruta. El día de hoy, frente a otros, lo que para mí tiene de peculiar es que puede estar influyendo en todos y cada uno de nosotros, como grupo. Otros días cada uno llega a clase “con su historia”, y su manera de reaccionar ante lo que allí pase, o su manera de captar la realidad que se vaya creando, podrá venir influida por diferentes factores (físicos, psicológicos, emocionales...), más o menos circunstanciales. Hoy contamos con esas “historias” previas y propias de cada uno, pero también con un estímulo común. ¿Por qué dejar que nos distraiga y nos aleje de lo que se había preparado para la sesión de hoy cuándo puede convertirse en eje vertebrador...?

 

Al sensei le gusta mucho hablarnos de exploración, y creo que ya está más que clara la diferencia entre esta manera de abordar cualquier aspecto de la vida y el proceso de búsqueda.

Hoy vamos a explorar (qué coherente) el día de la foto.

Y este día de la foto tiene una gran ventaja. Dotará a nuestro proceso de exploración de un carácter único. ¿Qué pasa si además de imaginar... experimentamos? No se nos presentan muchas ocasiones así, al menos no solemos hacernos conscientes de ellas (no es lo más común que nos planteemos este tipo de ejercicios retrospectivos).

Hablaremos de lo que ha significado para nosotros este día, de lo que ha influido en nosotros, de las expectativas que tenemos (¿fundadas en experiencias previas? ¿fundadas en meras conjeturas?) y... en menos de dos horas podremos experimentar lo esperado.

Cuando procesos de este tipo se hacen conscientes nos parece obvio que será entonces cuando podremos darnos cuenta de si lo imaginado y lo ocurrido tienen algo qué ver.

Si trasladamos lo recién dicho a un plano más... “profesional”, podemos decir que vamos a convertirnos en auténticos investigadores. Yo creo que en lugar de toga negra, esa tarde a alguno se le verá con bata blanca... queremos poner a prueba nuestras hipótesis.

Las alternativas, tres: verificar, falsar (¿no recuerda esto al método científico?) y, por último, y algo arriesgado... ir más allá.

Como vemos, verificar no da mucho más a nuestra visión del mundo. Nuestras expectativas, para bien o para mal, se cumplen y el factor sorpresa no hace aparición.

Sin embargo, falsar es más útil... se presenta una discrepancia que puede ser objeto de cuestionamiento (¿qué ha ocurrido? ¿por qué no ha pasado lo que esperaba? ¿qué factores han propiciado que la situación se haya desarrollado de esta manera?...). Y esto me recuerda a aquello de que las “experiencias negativas”, si las encaramos, son las que más posibilidades nos dan de crecer...

Tener una vida previsible, en la que todo ocurre tal y como hemos planeado... puede ser un remanso de tranquilidad, pero además de aburrida, ¿qué nos aporta? ¿nos hace pensar? ¿nos hace plantearnos (y replantearnos) cosas? ¿nos hace mejorar...?

En cuanto a lo de ir más allá... yo entiendo que puedes ir más allá ya verifiques o ya falses algo. Creo que es atravesar la superficie de certidumbre para hacerte preguntas. Las cosas han salido como esperabas, las cosas no han salido como esperabas, pero... ¿por qué?

Colocándonos, posicionándonos

Colocándonos, posicionándonos

En el sentido más estricto de la palabra, cuando uno “se coloca”, se posiciona físicamente de la manera más acorde a la acción que va a desempeñar o al lugar donde se encuentra. Si seguimos tirando del hilo y nos centramos en el verbo “posicionarse”, éste nos remite aún más claramente a la noción de “posición”, de “postura”, abriéndose además al mundo de los significados abstractos. Pasamos del mundo físico al de las ideas, y “posicionarse” también alude al hecho de mostrar nuestro parecer, de dejar ver nuestra actitud, de situarnos en una zona concreta de la circunferencia que, a modo de símil, puede suponer el rango completo de las alternativas a adoptar ante cierto aspecto.

 

Cuando entablo una conversación, cuando adopto un rol en un grupo, cuando afronto las pequeñas vicisitudes diarias o cuando me enfrento a una experiencia nueva, estoy irremediablemente posicionada.

 

¿Y qué influye en mi manera de posicionarme? ¿Qué hace que tenga determinada actitud ante lo que me viene de fuera? (o de dentro). Sería absurdo enredarse ahora en la dicotomía “herencia”-“ambiente”, y confesando que yo apuesto por una combinación de ambas, aunque en diferentes medidas, creo que estos dos factores influyen irremediablemente en nosotros: en nuestra personalidad, en nuestra manera de desarrollarnos, en nuestra forma de entender el mundo.

 

En cuanto a la herencia, entiendo que los genes algo nos determinan, y que ponen su granito de arena en ese “producto” tan dinámico y variable como somos las personas. Concedo cierto grado de relevancia a esa manera en que, aparentemente más innata en unos que en otros, nos enfrentamos a lo que nos rodea.

 

Con lo que respecta al ambiente, aprecio su influencia a dos niveles.

En primer lugar, considero que todas y cada una de las experiencias que vayamos “acumulando”, irán, indefectiblemente, y por nimias e insignificantes que parezcan, modelando un “yo” que mañana no será el que era hoy ni hoy es el que fue ayer. Por supuesto, un cambio perceptible en lo que somos no se apreciará en cuestión de horas, y habrá eventos, de entre todos los que nos acontezcan a lo largo de la vida, que podrán señalarse como los más llamativos, como los sucesos vitales que influyeron en nuestra des/evolución. Sin embargo, creo que es el conjunto de las pequeñas cosas lo que produce otras más grandes, que son las pequeñas gotas, y no sólo un largo chorro, las que colman un vaso. Así, la forma en que yo me enfrento a una circunstancia, estará altamente influida por mis experiencias previas (“una vez que estuve en esta situación yo...”, “nunca he hecho esto hasta ahora”), y por elementos como la motivación, la confianza o la seguridad, que se mostrarán en dispares niveles precisamente según los resultados que hayamos ido obteniendo a lo largo de nuestra historia de desempeños.

En segundo lugar, y si a lo anterior lo podíamos denominar algo así como “ambiente estático”  me parece importante tener en cuenta  también el ambiente más “dinámico”, más variable, más propio de la situación concreta que estamos viviendo. A pesar de la predisposición que tengamos a reaccionar de determinada manera debido a nuestro bagaje anterior, circunstancias puntuales del momento que estamos viviendo pueden hacer que nuestro posicionamiento ante determinada circunstancia se vea matizado. El cansancio, un problema que nos preocupa, una mala racha o una felicidad desbordante podrán afectar, negativa o positivamente, a la forma en que afrontamos las experiencias.

 

Es precisamente ese “contexto próximo” sobre el que tenemos, aunque a veces no lo identifiquemos, mayor control (no identificamos la posibilidad de controlar, y aún en el caso de que nos hagamos conscientes de que existe esa opción, en ocasiones no reconocemos en nosotros la capacidad de elegirla). La combinación de genes que mis padres me legaron no puedo alterarla, lo que me ocurrió hace años y ha afectado a lo que soy ahora no lo puedo cambiar (aunque quizá si mitigar sus efectos, pero ese es otro tema), pero la manera en que yo interacciono, desde “mi yo” y “mi ahora” con lo que me rodea... sí puede trabajarse.

 

Aunque los últimos experimentos efectuados con nosotros mismos no hacen más que confirmar la manera tan poco aprovechada que, en general, tenemos a la hora de gestionar nuestras acciones, en este caso en el ámbito comunicativo, quizá darse cuenta de ello es el primer paso para cambiarlo.

Es ahora cuando me estoy dando cuenta de la complejidad que puede rodear, o más bien componer, un acto de comunicación. Como un insólito hallazgo nos percatamos no sólo de que, además de nosotros, existen otros aspectos susceptibles de control, como nuestros interlocutores y el contexto que nos rodea, sino también de que, entre los elementos de la triada, el “yo” no está tan estudiado como parece a simple vista. Tenemos la fea costumbre de pasar por las experiencias bastante de lejos, dejándonos llevar por lo evidente de los resultados y ofreciendo el camino que nos lleva a ellos.

Dentro de los diferentes procesos de los que voluntaria e involuntariamente somos protagonistas cuando nos comunicamos, sólo un pequeño porcentaje de ellos se nos muestra tal cual; el resto queda encubierto, olvidado, no percibido.

Y... si hay cosas que no percibimos, o en las que ni remotamente nos habríamos parado a pensar, si no sabemos siquiera de su existencia... poco podremos hacer para controlarlas. Si, por el contrario, por la razón que sea, hemos tenido la suerte de saber de ellas, tendremos tiempo para ir identificándolas, aislándolas, analizándolas, revisándolas y volviendo a contextualizarlas para, poco a poco, ir dando sentido.

Fractura de estándares

Fractura de estándares

"Precisamente de lo que más podemos aprender es de las experiencias negativas". Esas experiencias que calificamos de negativas, si lo fueron es porque no respondieron a nuestras expectativas, a los estándares dentro de los cuales deberían haberse movido hipotéticamente para obtener un resultado grato.

 

"A veces reaccionamos, no gestionamos". Y esque es lo más fácil, ¿no? Cuando algo choca de frente con nuestros patrones, nuestro yo “en automático” responde. Enfadado, frustrado, decepcionado, humillado... no le gusta lo que percibe y, en el acaloramiento del momento, no es capaz de pararse a pensar y contemplar la posibilidad de que, si se revuelve bien entre el aparente fracaso, puede aparecer algo valioso.

 

Comentando en grupo nuestras experiencias a la hora de vivenciar, en el presente, pasadas situaciones, tanto positivas como negativas, algunos señalaban cómo, en el caso de las negativas, se tendía a “pasar por ellas” más rápido, quizá por la angustia que a menudo supone recordar algo que no nos resulta agradable.

 

Es algo común y en consonancia con una evolucionada versión de lo que podría ser el espíritu de supervivencia: reforzar los recuerdos positivos y dejar caer en el olvido los negativos como un intento de seguir para adelante con más fuerza.

Y si bien no defiendo que haya que torturarse con visionados repetidos y detallados de aquello que nos hizo sentir emociones negativas, ¿no sería, el hecho de analizar esos momentos, una manera de descubrir patrones? ¿No podríamos así identificar elementos para ir matizando nuestras maneras de enfrentarnos al mundo? ¿para avanzar...? ¿para crecer...?

"Toda ciencia viene del dolor. El dolor busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y a no volver la mirada atrás". (Stefan Zweig)

Explorar no es lo mismo que buscar

Explorar no es lo mismo que buscar

Había que “dejarse llevar”, había que “fluir con la experiencia”. Haciendo uso del espacio como medio para secuenciar los recuerdos y preferiblemente cerrando los ojos para aislarnos de los estímulos externos, que podrían interferir en ese “rememorando”, se nos proponía que, por unos minutos, intentáramos vivenciar una situación comunicativa en la que nos habíamos sentido especialmente bien y otra en la que nos habíamos sentido especialmente mal.

 

Dos situaciones comunicativas, dos tareas, dos sesiones diferentes.

 

Igual que no es lo mismo hablar sobre una experiencia que sentirla (o que “resentirla”) esta actividad me hizo darme cuenta de que tampoco es lo mismo una búsqueda que una exploración.

 

Cuando buscamos, explícita o implícitamente, tenemos un objetivo. “Hago esto para conseguir aquello”, lo que implica que, si pretendemos realizar una búsqueda precisa, una búsqueda “como Dios manda”, seremos organizados y meticulosos, seguiremos unas pautas, tendremos claro el qué y el cómo, probablemente también el por qué.

Obviamente, esto tiene sus ventajas y sus inconvenientes... Por un lado, podremos contar con cierta seguridad al conocer la tarea, por otro lado, previsiblemente el viaje no nos deparará descubrimientos inesperados y, lo que es peor, en ocasiones podremos sentirnos frustrados al no alcanzar nuestra meta.

 

Una exploración es... otra cosa. No hay reglas ni senderos marcados, sólo afán descubridor. Pero.. ¿el que explora siempre descubre...? ¿ y qué descubre? ¿quién decide qué merece llamarse “descubrimiento”? ¿qué influye en el explorador a la hora de etiquetar algo como un hallazgo?

Tantas preguntas hacen que me quede mejor con un... “afán explorador”, y me imagino a alguien deslizándose entre las exuberantes hojas de una poblada selva, sin misión encomendada ni destino conocido, sólo un machete para ir abriéndose paso.

Atendiendo a estímulos

Atendiendo a estímulos

Cuando nos comunicamos... ¿en quién solemos centrar la atención?

 

Desde luego, y a pesar de que resulte paradójico si tenemos en cuenta lo preocupadas que las personas estamos en la reacción que producimos en los demás, los primerizos en esto de la exploración comunicativa centramos gran proporción de la atención en nosotros mismos.

 

Sería lógico pensar que fijarnos en nuestra ejecución nos dará pistas de valiosa utilidad a la hora de autorregularnos. Pero... ¿no es asimismo una fuente de información incalculable la que recibimos del exterior?

 

Si colapsados por los nervios nos convertimos en concienzudos analistas de nuestras interpretaciones, si no alzamos la mirada y buscamos las reacciones que en los demás provocamos... ¿no nos estaremos dejando algo por el camino?

 

Clase de Habilidades Sociales. Primera sesión. Segundo ejercicio.

 

“Súbete a la tarima, no te sientes, no hables (nadie dijo: “no te comuniques”) y... aguanta el tipo lo mejor que puedas” podrían haber sido, en clave de humor, las instrucciones que introdujeron lo que para mí supuso una situación en la que se hizo evidente lo difícil que se hace un aparentemente “no hacer nada”. Me expuse a una audiencia sin palabras que pronunciar y eso me hizo inferir que sin nada que transmitir.

 

Como más tarde se dejó caer, se pretendía que, separándonos de nosotros,  atendiéramos al resto, a los demás, pero yo seguí atendiendo a mí misma: a mis inseguros movimientos, a una incipiente vergüenza, al “¿qué hago yo aquí?”.

 

Fue un primer intento. Como dice una conocida argentina, “no hay drama”. No hay drama pero sí la toma de conciencia de que, en el campo de la comunicación, entrenar cuidadosamente la percepción es importante.

 

Hagamos lo que hagamos, de nuestro alrededor surgirán decenas de reacciones, estímulos más o menos brillantes. Lo que hay que hacer es... empezar a prestarles atención para, más tarde, intentar descifrarlos.